A mis oídos ha llegado el relato de lo que este lugar era en
tiempos retraídos.
Un lugar de silencio en donde los restos de aquellos caídos
descansaban para siempre.
Un lugar en donde las religiosas del Convento y colegio de
Jesús María de Orihuela practicaban sus enterramientos.
En esta magnífica calle se situaba antaño la lonja y poco
más allá, en donde comienzan los edificios, se trataba por aquel entonces de un
lugar sagrado, un cementerio en donde permanecían los cadáveres de algunos
difuntos.
Bajo una tierra siempre húmeda en lo que antiguamente había
sido un huerto.
Cuando se inició en Orihuela la fiebre por la explotación urbanística con la construcción de pisos en lugares que encierran misterios, no
se libró este lugar de ser también, desamortizado eclesiásticamente y
aprovechado para construir en él una larga tira de bloques de edificios.
Los primeros vecinos que ocuparon dichos pisos, no tardaron
en apreciar ciertos elementos diarios que no encajaban en sus vidas, y que se
les mostraron de manera extraña y fueron mantenidos en secreto.
Ninguna familia
contaba a otra lo que allí habían sido testigos de escuchar o presenciar.
Todos guardaban recelosamente un secreto que a voces debía
de haber sido expulsado a los cuatro vientos.
De estos vecinos de la calle Aragón, un testigo aún recuerda
tales sucesos y me lo confirma con un relato estremecedor a la vez que
terrorífico.
Me cuenta que cuando en su casa solía quedar sólo una
persona, era un somier el que cobraba vida.
Como si alguien se acostara o se
sentara y se levantara de encima, alguien invisible, que teóricamente no estaba
allí y se hiciera patente para molestarle.
Varios fueron los integrantes de su
familia los que fueron testigos de aquel suceso tan anómalo.
También me cuenta este amable personaje, que siendo él un
manitas en casa, el típico hijo práctico que todo lo sabe arreglar, que todo
aquello que se tuerce, pasa por sus manos
y vuelve a quedar en perfectas condiciones, fue testigo de un espejo que
reservadamente se rompió, como si alguien lo hubiese empujado, pues no se halló
prueba alguna de que el espejo se hubiese caído por su propio peso.
Analizó la alcayata de la pared, el enganche del cuadro.
Aquello parecía imposible, sino es porque alguien, un ser del más allá, no lo hubiese
empujado con sus fantasmales manos.
Asustados acudieron a personas que del tema sabían y estos
les aconsejaron que pusiesen agua bendita bajo la cama en donde el fenómeno
sucedía.
Y así hicieron, colocaron un recipiente lleno de agua
bendita y esperaron unos días para ver si aquello tan molesto desaparecía.
Milagrosamente, así sucedió.
No sabemos si por exceso de autosugestión o porque
realmente el remedio milagroso funcionó.
Lo cierto es que todas aquellas cosas que las familias
vivieron en esta calle, dejaron marcadas para siempre las vidas de los que allí
estuvieron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario