TEATRALIZACIÓN:
I
Mi cuartito interior acogedor daba a un patio lleno de luz, y mi
ventana se abría muy cerca, en ángulo con la de mi vecina. Ella tenía la suya adornada
de hermosas flores: albahacas, enredaderas, alelíes y claveles rojos.
Mi ventanuca, sin embargo, estaba árida y seca.
Es importante decir que las supuestamente maduras matronas de mi
vecindad, en complicidad fisgona con mi patronal señora doña Remedios, husmeaban
en mi ausencia los libros, los apuntes, cuartillas, rimeros de periódicos hasta
sacar en claro que yo era un escritorzuelo, Dios sabía de cuantos puntos en la
pluma.
Y que cuando yo llegaba (un algo huraño siempre) hacíanse las casuales
encontradizas para, con frase acaramelada y zalamera, sonsacar algo de mi vida
irregular.
E ítem más que yo, dejándolas saborear su pan de trastrigo, encerrado
en mi torre con el orgullo de un hijodalgo primogénito, tapiaba labios y oídos a
sus arrumacos.
Una sola excepción había de amistad y contento: la de mi vecinita.
Cuando a la hora de comer libraba a mí asendereado cuerpo de la cama
esclavizadora, pálido, ojeroso, desmelenado, con el enervamiento y languidez
aún del corto descanso, abría mi ventana de par en par.
Consuelito, mi vecina, ya estaba en la suya observándome, con su
carita de oriolana, morena, hermosa y picara.
-
¡Vecinita,
buenos días!
Y su dulce voz de cuco, en competencia con su parlero jilguerillo, contestaba
cariñosa y burlona:
- Ya es
hora, vecino. Buenos días. ¡Cuidado, no piso usted ese sapo!... ¡No hay derecho
a madrugar de esa manera!...
Y sonaba su risa de alegres cascabeles, entraba el sol a raudales en
mi cuarto, veía yo un trozo de cielo azul, respiraba el oxígeno a plenos
pulmones, y abría los ojos mucho, muchísimo, llenando mi retina con la frescura
sana de Consuelín.
El primer día nos miramos un instante con curiosidad inquisidora. Un
vecino o vecina joven que llega, es un misterio sin desflorar.
Hubo otro día el saludo, pretexto de conversaciones.
Consuelo era una ráfaga vibrante de alegría y robusto vivir que
llenaba la casa y el patio hondísimo con el eterno entonar de sus cantos y de
sus risas. Sus ingenuidades, extrañamente combinadas con las picardías de
mujer, llegaron a interesarme y a sujetar en la lucha nerviosa mi pensamiento.
Las comadres respetables murmuraron nuestras charlas ligeras.
Mas era la verdad que yo, galanteador implacable y práctico de todas
las mujeres, no crucé con aquella ni una sola palabra de esas que traidoramente
clavan su doble sentido.
Era tan deliciosamente bella, tan delicada y sutil, tan mujer y tan
chiquilla, que no osé destrozar con la vulgaridad de unos amores fugaces e
impuros aquella figurita de encajes alados, que infiltraba en mi espíritu cotidianamente
un mar de misterioso encanto, de puros cariños, de amistad, de gloria, de vida
suave y mansa.
La quería yo... como a eso, como a una muñeca con alma de ángel. Y,
recíprocamente, yo vi ansias de afecto en sus ojos negrísimos, y en su voz un
amoroso acento, algo así como un maternal cariño. Que no en balde ha dicho alguno
que entiende que: "toda grande amistad,
entre la mujer que tiene belleza y corazón y el hombre que tiene corazón no es
sino el principio del amor...”
II
Los niños todos la querían con sus afectos infantiles y cándidos. Y a
todos los mimaba ella, los cogía en brazos, los corría y zarandeaba en alocados
juegos confundiéndose con el coro picotero y estrepitoso de los pequeñuelos.
Saltando incansables en los brazos de mi vecina, asomábanse al patio
las cabecitas radiantes; y las madres miraban, encantadas, bobaliconamente, la
candidez alegre de sus hijuelos, acariciados por los cabellos flotantes de la
virgen juguetona.
No había vecino joven que no tuviera con ella réplicas furiosas, ni
albañil en la casa que no alternara los chafarrinones de pintura a las
mugrientas paredes con diálogos chispeantes, ni vieja que mostrase las sucias
greñas en alguna ventana sin recibir corno un flechazo la frase acerada y burlona
de mi amiga.
En aquellas encendidas refriegas derrochábase la gracia oriolana sin
que nadie pudiera gloriarse de ganar su predilección o de haber vencido su
inconmovible pureza.
Así corría tranquilamente el tiempo, las viejas murmurando. cantando
horriblemente las criadas del primero, gritando los chiquillos, poniendo mayor
encanto nosotros en la media hora diaria de ventana, luz, aire, y alegría,
cuando se habló de uno que rondaba... y más tarde, con firmeza ya, de un novio
para la gentil vecinita, impuesto por la madre.
- Somos muchos en casa!- dijo al imponer su voluntad brutalmente, como otras muchas
madres y otros muchos padres imponen las suyas a sus hijos, brutalmente también...
¿Será preciso hacer constar que la noticia produjo en mí sorpresa,
luego rabia, y que la reflexión me trajo después una desolada conformidad y
tristeza?
Al abrir mi ventana sorprendí desde entonces una luz de congoja en sus
ojos, que dolorida apagaba lentamente.
Pasaron meses y oí algo de casamiento próximo, de celos, de algún
disgusto prontamente sofocado...
Hablemos de él: incompatibilidad de caracteres, celoso, desesperadamente
celoso. Y riñas diarias... Y, en humana bestialidad, amenazas, ¡amenazas de
bruto a la sensitiva, a la aérea muñeca alimentada con alegres amores y
caricias!...
-
Le tengo
miedo— me dijo. —Celos de mi reír,
celos de mi charla, de mi andar, de todo. Rabias y celos que me asustan.
-
Usted que
me conoce, dígame, ¿es maléfico reírse? ¿es malo hablar, correr, estar siempre
alegre con todos? Pues mire usted; yo creo que ser buena es querer a los niños,
a los pajarillos, a las flores, a todas las cosas, y a todo el mundo. Y si esto
es ser buena, yo lo soy.
-
El novio
de mi amiga Antonia la pegó ayer hasta hacerla sangre, porque la vio hablando
con un conocido. Me pasará igual. Le tengo miedo, le tengo miedo..., -repetía
mi vecinita. Y sus enormes ojos, girando medrosos y azorados, se entornaban
bajo el peso lacerante de su pena.
Me pareció que un aliento trágico pasaba el patinillo, envolviéndonos
en su manto de terror. Enmudecimos. Sentí que mis cabellos se erizaban y que
una extraña angustia me oprimía... Quise decir algo y un lazo de hierro me
anudó la garganta,
-
¡Adiós!
-
¡Adiós!...
Quise hablar otra vez y no pude. Cerramos lentamente las ventanas que
chirriaron siniestras...
Una greguería estrepitosa rompió al poco rato mi hipnotismo, un
ensordecedor concierto de patadas, gritos, silbos, carreras y baladros. Miré.
Eran todos los chiquillos de la vecindad que venían a jugar con mi amiga...
Noches después subía yo la interminable escalera. Distraídamente
observé una inusitada animación en la casona, un nervioso sube y baja de gente,
cuchicheos, rostros apenados. ¿Qué pasará?
Ya cerca de mi cuarto oí estremecido un lloro implorante, deprecaciones,
gritos de mujer... Luego un alarido, ronco y doliente, y prolongado... ¡La
madre de Consuelo!
La puerta de su casa estaba abierta. Mucha gente en ella, la
habitación casi a oscuras.
-
¡Herida,
muy mal herida!, En la Casa Socorro está—me gruñó al lado una mujercilla
insignificante y oficiosa...
Me dio una sacudida el corazón y se contrajeron mis nervios
brutalmente. Comprendí. Salí como una tromba, descendiendo a grandes saltos la
escalera...
Corría, corría desolado, sin parar, tropezando en las esquinas con los
transeúntes maldicientes; sin ver nada, tapados los ojos por una nube roja...
La Casa de Socorro. En una mesa de mármol había un cuerpo extendido,
rígido. Alrededor varias personas.
Temblando, frío, con la muerte en el corazón, me acerqué al grupo y
miré, miré como debería asomarse al infierno un condenado:
¡Era Consuelo!
Llegué hasta ella. Desnuda y lívida.
-
¿Herida?—pregunté.
-
Muerta—respondió
uno.
Sentí derrumbarse algo dentro de mi alma.
Una maldita vieja, alcahueta del barrio, con cara sibilina se acercó y
me dijo:
-
El novio
ha sido. Hablaban de usted. ¡Cosas de celos!
-
¡Pobrecita!...
¡una perdición!... Un tiro en la cabeza.
El lloraba al entrar en la cárcel...
Me mordió un escalofrío. Aparté, iracundo, a la bruja. Quise
acercarme, besarla, y me detuvieron unos brazos.
¡Oh! Es horrendo pensar en un hombre, un hombre lleno de vigores, de
tuerza pujante, aplastando a un ser débil, a un bibelot!
Las mujeres mascullaban un padre nuestro.
Salí tambaleándome, lleno de horror. Y sombrío, contraído, agónico, en
la inconsciente huida ante la alegría muerta, ante mi rota muñeca con alma de
risas, ante el precioso capullo deshojado, terciopelo divino. fragancia y
sensación exquisita de juventud, sentía que mis ojos se quemaban en ofrenda con
llanto de fuego, con rabiosa locura, con desolado y amarguísimo dolor!!
Adaptado de una historia de A. NICOLÁS PINTO.
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